Cuando tenía solo 15 años, cayó entre mis manos una pequeña cámara compacta que vendría a complementar la réflex de doble objetivo con visor superior y grandes negativos que mi padre usaba para inmortalizar los acontecimientos familiares y excursiones dominicales al monte. Y mis primeras fotos fueron precisamente allí, en las faldas del monte Argalario, en un barrio llamado Aguirre, y con los caballos semisalvajes pastando libres como modelos ignorantes de su papel protagonista. Desde entonces, las cámaras fotográficas han sido mi segundo ojo virtual, y mi visión del mundo que me rodea ha tenido siempre un toque fotográfico: busco casi sin darme cuenta el mejor encuadre, me muevo unos metros hasta conseguir la toma perfecta, el punto de fuga ideal, y levanto los brazos o me doblo en el suelo en busca de una foto imposible o del punto de vista más inusual. Y lo hago sin grandes medios, sin artificios ni ediciones extravagantes, simplemente capturo lo que veo y le doy una segunda vida en una pantalla o en un papel.
No hay nada mejor para mí que poder captar instantes de tiempo y trocitos de belleza en una fotografía y convertirlos en eternos. No hay mejor descripción que una imagen. Con razón se dice que vale más que mil palabras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario