¡Cuánto añoro aquellos
años, hijo mío! ¡Cuánto añoro
aquellas largas tardes de invierno metidos en casa, al calor de la estufa de
butano, esperando a tu padre!
Recuerdo cómo nos sentábamos a la mesa de formica de la cocina, tú a merendar y hacer
los deberes, y yo a coser.
Yo, escuchando el consultorio radiofónico que hablaba de amores (o
desamores) de otras mujeres, mi única conexión con el mundo más allá de nuestro
barrio.
Y tú, enredado entre cuadernos y libros de Santillana, estudiando tus
lecciones y con ganas de terminar para continuar con otros libros, tus
preferidos, aquellos repletos de ilustraciones que se leían como cuento o como
tebeo, o los que relataban historias de animales y enseñaban sobre sus vidas, o
los de “Los Cinco”, “Tintín”, “El guerrero del antifaz” y otros héroes que,
junto con tu blanco caballerito de plástico de Ajax, permanecerán siempre en
nuestra memoria.
Aunque yo entonces no te leyera, hijo mío, como tú a mis nietos, un cuento
cada noche.
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