Viajo en el tren que me lleva desde Barakaldo
hacia mi trabajo en el centro de Bilbao, con la cabeza apoyada en el cristal de
la ventanilla y sumido aún en una especie de ensoñación. Una tras otra, pasan
ante mí las bulliciosas estaciones, repletas de viajeros que se mueven por los
andenes como autómatas desesperados sin destino alguno, como si su único objetivo
fuera andar compulsivamente de un sitio a otro de la estación. Con los ojos aún cerrados, repentinamente, siento que alguien se acerca a mí y clava su intensa
mirada en mi cabeza. Me da miedo alzar la vista para ver a quién pertenece,
pero imagino su alta estatura, su abotonado uniforme hecho jirones, su despeinado cabello gris, sus ojos de
cuencas oscuras, su rostro sin expresión.
Aguanto la respiración. Ya
noto el frío de su cuerpo y de su aliento cada vez más cerca de mí… y me habla:
— ¡Billetes, por favor!
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