Flores rosas y amarillas para la persona que me dio
la vida, y que se va acercando, muy despacito, al final de la suya. Para ese ser que
cada día pierde un poquito más de memoria sobre las cosas prácticas, pero que nunca
olvida que nos quiere, que somos su familia.
Ahora que soy yo quien la cuida, me doy cuenta de lo
bonito que es atender a nuestros mayores. Es reconfortante saber que ha
esperado sentada en su butaca, pacientemente, el tiempo necesario hasta que yo
llego a buscarla. Es emocionante ver la inocente sonrisa de niña y la mirada de
admiración que me dirige. Me llama “guapo” veinte veces y me pide que la saque
a pasear.
Y en nuestro paseo por el jardín botánico o por el
parque contemplamos las flores de vivos colores que estos días primaverales
proliferan por doquier, y aspiramos su olor y el de las hierbas, y se maravilla
con el movimiento de los peces del estanque, y sentimos la tierra un poco más
cerca, más nuestra. Son esas sensaciones antiguas que con el tiempo olvidamos y
que me alegro de recuperar en tan buena compañía.
Gracias a mi madre.
Soy de las que pienso, que el querer está en la piel y no en la mente (por decirlo de alguna manera).
ResponderEliminarA cada caricia vuestra, sus recuerdos pasan a su piel y por eso nunca olvida lo fundamental.
Un abrazo.
Creo que tienes razón, todo está conectado.
EliminarGracias por tu comentario y un abrazo para tí.