Pero a mis trece años la curiosidad hizo que no me detuviera a pensar remilgadamente en dejar impoluto el legado de unos antepasados a los que admirábamos por haber sido capaces de almacenar tan valiosas reliquias sin decidir nunca venderlas y obtener el usufructo que a buen seguro les procurarían.
Así que, una por una, fui sacando
aquellas joyas aún relucientes de su polvoriento cofre de madera y, con los
ojos llorosos de emoción, leyendo las doradas inscripciones que en sus lomos
refulgían.
Me sentí dichoso, maravillado ante tanta
riqueza: libros, muchos libros, viejos y bellos tomos, ¡tantos libros…!
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