Hace
ya 20 días que yazco en la cama de esta solitaria habitación de hospital,
aquejado de quién sabe cuántos problemas de salud antiguos y nuevos males del
cuerpo que me atenazan cada vez más y me postrarán de por vida. Después de un
grave empeoramiento, que culminó con un infarto al corazón que a punto estuvo
de acabar con mi triste existencia, una ambulancia me trajo hasta aquí, avisada
por nuestra amable vecina Julia, quien todo este tiempo ha hecho lo indecible
para que yo me sintiera acompañado, justo cuando más lo necesitaba. Y, según me dicen, lo mío es muy grave.
Pero
el mal que desde hace 8 años sufría mi corazón era muy distinto a este último
ataque. Mi corazón ya estaba enfermo desde el frío día en que, sin avisar, te
fuiste de mi lado, desde el instante en que, en la penumbra de nuestro
dormitorio al alba, te vi tumbada a mi lado, pálidos el rostro y las manos, morados
tus labios y el cerco de tus ojos, cuando descubrí que tu aliento no me templaba
la mano al acariciarte la mejilla, y que el pecho no te vibraba como solía los
últimos tiempos con cada despertar.
Mi
corazón enfermó entonces, y mi alma se vació de repente, como si ya nada en
este mundo valiera la pena ser sentido ni ser vivido, porque tú ya no estarías
aquí para sentirlo y disfrutarlo conmigo. Porque no me dijiste que tú serías la
primera en marcharte, siendo más joven que yo. Porque no me advertiste de cómo
sería la vida sin quererte. Porque no me avisaste de lo duro que sería
levantarme cada mañana sin tener un plan urdido contigo la noche anterior, una idea
con la que hacer del nuevo día un día especial, y así pasar los días y las
noches, las semanas y los meses junto a ti, aumentando las ganas de vivir, igual
que adolescentes en su plena efervescencia vital.
Y
es que ya nunca más viajaríamos en invierno a solitarias playas de Levante, ni
bailaríamos hasta la medianoche en los salones de hoteles a media ocupación, donde
nos sentiríamos protagonistas de un romance sin fin, al estilo de los de las viejas
películas en blanco y negro de nuestra juventud. Ya no saldríamos de compras o
a pasear cogidos del brazo, ni visitaríamos a nuestros nietos los fines de
semana en su casa de la urbanización, ni comeríamos una vez por semana el menú
del mesón que tanto nos gustaba, el de Pedro, ése que me doblaba la ración los
días que tocaban alubias.
Pero
con el paso del tiempo aprendí a sobrellevar esta pena de estar sin ti, y a
distraerla con pequeños trucos de viejo, que al menos me sirven para poder
dormir sin atiborrarme de pastillas: dividiendo la jornada entre horas bajas y
menos malas, caminando kilómetros a solas, para volver cansado a casa, mintiéndome
al amanecer con el desayuno, al mediodía cuando almuerzo con desgana, y mintiéndome
cada noche de cena frugal consistente en “nada”.
A
mis 84 años ya no espero más de la vida que lo que viví a tu lado, Isabel, queriéndonos
tanto desde que éramos casi niños aún. Fuimos amigos y cómplices en los buenos
y malos momentos. Reñíamos a veces, sí, pero siempre acabábamos reconciliándonos
con un “perdona” dicho a tiempo, una risa repentina o un beso inesperado.
En
mi estado, solo en este luminoso cuarto de la última planta del hospital, tumbado
en un lecho regulable con mando electrónico, rodeado de aparatos de lucecitas
parpadeantes y agudos pitidos incansables, con el monótono soplido del oxígeno
y el murmullo del suero y la medicación goteando impertérritos hacia mis venas,
tan sólo puedo esperar que todo acabe cuanto antes, y que pueda reunirme
contigo, muy pronto.
Por
eso te escribo esta última carta, Isabel, póstuma declaración de mi amor hacia
ti, que espero te llegue antes de que yo parta a tu encuentro. Para que me
esperes paciente, que ya no tardaré. Para que vistas tus mejores galas y te
calces los zapatos blancos que impolutos guardabas desde el día de nuestra
boda, para que recojas tu pelo con la diadema de brillantes que a mí me
encandilaba, y perfumes tu piel con aquella esencia floral que a mí me
embriagaba.
Y
así acicalada, como siempre te recordé, bella por fuera y plena de generoso amor
por dentro, te tomaré delicadamente la mano y te sacaré a bailar el “Vals de
las flores”, al son de la Orquesta Celestial, en el salón principal del Hotel
Paraíso. Me abrazarás, te besaré, y nuestro romance será, ahora sí, para toda
la eternidad. Mucho más inmenso y mejor que los de las películas en blanco y
negro de nuestra lejana juventud.
Siempre tuyo
Nicanor
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