martes, 29 de octubre de 2013

Para toda la eternidad




Queridísima Isabel:

       Hace ya 20 días que yazco en la cama de esta solitaria habitación de hospital, aquejado de quién sabe cuántos problemas de salud antiguos y nuevos males del cuerpo que me atenazan cada vez más y me postrarán de por vida. Después de un grave empeoramiento, que culminó con un infarto al corazón que a punto estuvo de acabar con mi triste existencia, una ambulancia me trajo hasta aquí, avisada por nuestra amable vecina Julia, quien todo este tiempo ha hecho lo indecible para que yo me sintiera acompañado, justo cuando más lo necesitaba. Y, según me dicen, lo mío es muy grave.

       Pero el mal que desde hace 8 años sufría mi corazón era muy distinto a este último ataque. Mi corazón ya estaba enfermo desde el frío día en que, sin avisar, te fuiste de mi lado, desde el instante en que, en la penumbra de nuestro dormitorio al alba, te vi tumbada a mi lado, pálidos el rostro y las manos, morados tus labios y el cerco de tus ojos, cuando descubrí que tu aliento no me templaba la mano al acariciarte la mejilla, y que el pecho no te vibraba como solía los últimos tiempos con cada despertar.  
       Mi corazón enfermó entonces, y mi alma se vació de repente, como si ya nada en este mundo valiera la pena ser sentido ni ser vivido, porque tú ya no estarías aquí para sentirlo y disfrutarlo conmigo. Porque no me dijiste que tú serías la primera en marcharte, siendo más joven que yo. Porque no me advertiste de cómo sería la vida sin quererte. Porque no me avisaste de lo duro que sería levantarme cada mañana sin tener un plan urdido contigo la noche anterior, una idea con la que hacer del nuevo día un día especial, y así pasar los días y las noches, las semanas y los meses junto a ti, aumentando las ganas de vivir, igual que adolescentes en su plena efervescencia vital.

      Y es que ya nunca más viajaríamos en invierno a solitarias playas de Levante, ni bailaríamos hasta la medianoche en los salones de hoteles a media ocupación, donde nos sentiríamos protagonistas de un romance sin fin, al estilo de los de las viejas películas en blanco y negro de nuestra juventud. Ya no saldríamos de compras o a pasear cogidos del brazo, ni visitaríamos a nuestros nietos los fines de semana en su casa de la urbanización, ni comeríamos una vez por semana el menú del mesón que tanto nos gustaba, el de Pedro, ése que me doblaba la ración los días que tocaban alubias.
        Pero con el paso del tiempo aprendí a sobrellevar esta pena de estar sin ti, y a distraerla con pequeños trucos de viejo, que al menos me sirven para poder dormir sin atiborrarme de pastillas: dividiendo la jornada entre horas bajas y menos malas, caminando kilómetros a solas, para volver cansado a casa, mintiéndome al amanecer con el desayuno, al mediodía cuando almuerzo con desgana, y mintiéndome cada noche de cena frugal consistente en “nada”. 
        A mis 84 años ya no espero más de la vida que lo que viví a tu lado, Isabel, queriéndonos tanto desde que éramos casi niños aún. Fuimos amigos y cómplices en los buenos y malos momentos. Reñíamos a veces, sí, pero siempre acabábamos reconciliándonos con un “perdona” dicho a tiempo, una risa repentina o un beso inesperado.
      En mi estado, solo en este luminoso cuarto de la última planta del hospital, tumbado en un lecho regulable con mando electrónico, rodeado de aparatos de lucecitas parpadeantes y agudos pitidos incansables, con el monótono soplido del oxígeno y el murmullo del suero y la medicación goteando impertérritos hacia mis venas, tan sólo puedo esperar que todo acabe cuanto antes, y que pueda reunirme contigo, muy pronto.

       Por eso te escribo esta última carta, Isabel, póstuma declaración de mi amor hacia ti, que espero te llegue antes de que yo parta a tu encuentro. Para que me esperes paciente, que ya no tardaré. Para que vistas tus mejores galas y te calces los zapatos blancos que impolutos guardabas desde el día de nuestra boda, para que recojas tu pelo con la diadema de brillantes que a mí me encandilaba, y perfumes tu piel con aquella esencia floral que a mí me embriagaba.
       Y así acicalada, como siempre te recordé, bella por fuera y plena de generoso amor por dentro, te tomaré delicadamente la mano y te sacaré a bailar el “Vals de las flores”, al son de la Orquesta Celestial, en el salón principal del Hotel Paraíso. Me abrazarás, te besaré, y nuestro romance será, ahora sí, para toda la eternidad. Mucho más inmenso y mejor que los de las películas en blanco y negro de nuestra lejana juventud.

Siempre tuyo
Nicanor


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